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Periodista ecuatoriano comprometido con causas sociales...

jueves, 27 de noviembre de 2008

HISTORIAS CALLEJERAS: Respetado en todo lado

La noche que lo detuvieron, Óscar estaba chupando con unos amigos a dos cuadras de su casa. Salieron de un baile y como se quedaron picados compraron una botella más. La noche transcurría tranquila y fría. Tragos iban, tragos venían. Avasallos, risas, vaciles...

De pronto, una voz ronca y en tono autoritario pregunta:
- ¿quién es Óscar?

- Yo soy, ¿qué pasa?, dijo, mientras cerraba la gruesa chompa negra afelpada en el cuello. Como él nunca fue ahuevado, se levantó rápidamente y salió al encuentro del desconocido.

Media hora después, Óscar yacía boca abajo en el balde de una camioneta, esposado y bajo la amenaza de muerte si oponía resistencia. Nadie sabía lo que pasaba. Ese acontecimiento fue el inicio de 11 largos meses encerrado en prisión, acusado de ser el autor de los disparos que cegaron la vida a un comerciante del barrio. Tras las rejas, vio pasar la navidad y el año nuevo, aprendió a calar cuadros en alto relieve y celebró sus primeros 20 años de vida. Lo que más recuerda ahora es la torta de cumpleaños que le llevaron sus amigos.

Dejemos que Óscar cuente su historia:

De niño, mi vida era tranquila, fui al catecismo y me hice sacristán de la Iglesia, participé como teatrero en la Parroquia y conformaba el grupo juvenil. Yo tenía miedo subir a los ensayos porque en la esquina había un grupo de jóvenes que me pegaban y me robaban lo que tenía. Pero cuando entré a los 16 años me cansé de todo eso y pensé: yo también puedo hacerme respetar. Así que me metí con ellos. Después de eso nunca más volvieron a pegarme. Ahí me olvidé del grupo juvenil, del teatro y dejé de ser sacristán.

Mi nuevo grupo era bien unido. Ellos me enseñaron a tomar, a robar y a fumar. En las broncas peleábamos contra los que se nos pongan. Al principio a “quicos” y patadas pero después con cuchillo y revólver. Íbamos a todos lados, bailábamos, chupábamos y cuando se acababan los bailes, salíamos a caminar, o sea a asaltar, para conseguir dinero y seguir en lo nuestro.

Yo siempre frenteaba en los problemas, sacaba cara por mi grupo y nunca me dejaba ver las huevas de nadie. Me encendía a golpes con blancos, indios o negros; más altos o más viejos que yo, me daba igual.

Una noche llegaron a mi casa varios agentes de la Policía. Después de golpear a mi familia y romper las seguridades de la casa, destruyeron mis pertenencias, según ellos para que les entregue los 100 millones de sucres que le habíamos robado a un finadito. Nos llevaron presos a tres amigos del grupo.

La vida en la prisión es muy dura. Los agentes me torturaron, querían que me responsabilice de ese y de muchos asesinatos más. Sentía morirme, no aguantaba más los golpes, por eso de vez en cuando les decíamos a los agentes que nosotros fuimos. Pero cuando querían obligarnos a firmar la declaración nos hacíamos para atrás. Y vuelta empezaban a pegarnos, diciendo pandilleros hijos de puta, ¿dónde escondieron los millones?, a todos esos rateros de la esquina los vamos a agarrar.

Al fin nos dejaron tranquilos. Teníamos golpes en todo el cuerpo y la cara quemada por el gas, pero no consiguieron que nos declaráramos culpables. Luego me bajaron, solito, a la cárcel. Ahí la gente es muy violenta, a uno le toca pelear con cuchillo, hay que defender la vida como sea. Me rompían la cabeza, me decían que lave los platos y la ropa de otro. Y cuando llegaba la hora del rancho, si algún novato se ubicaba adelante de un experto, sacaba su hoja y toma, a parar en la enfermería.

Al principio yo estaba azarado, pero después tocó hacerme respetar en la cárcel para que mi familia pueda entrar en paz. Yo también me hice malo. Es mentira que la cárcel es un centro de rehabilitación, más bien es un sitio para dañarse más. Ya no me importaba nada; me metí en las drogas; me desquitaba con los demás de lo que me hicieron a mí; les cobraba impuestos; entraba a cualquier celda a pelear con cuchillo, solo para hacerme respetar.

La primera vez que yo peleé a cuchillo fue con un negro que le decían Alejo, él siempre me cogía a cargo. Hasta que un día yo me cansé y le di puñetes, después me siguió a cuchillo, pero no pudo apuñalearme porque salí corriendo para mi celda.

Después, agarré mi hoja y me paré en el ruedo: él con un machete y yo con un cuchillo y un banco. Empezamos a pelear y él me entró con el machete, yo le aparé con el banco y le hice un hueco en la pierna, al ver eso ya no quiso seguir peleando y me dijo: guambra hijueputa ya te voy a enseñar a mansalvear. Desde ahí me hice respetar.

Después me fajaba con cualquiera y con lo que ellos quisieran, ya me gustó. También me gustaba sacar sangre, pero a mí nunca me hacían nada, la agilidad de uno también ha sido buena. Es que por el miedo que a uno le hagan algo toca sacársela como sea. Y como ahí hay todo tipo de drogas, yo siempre estaba completote.

Cuando mis dos panas bajaron a la cárcel yo ya era respetado, así que a ellos no les azaró ninguno de los presos. A la única que yo hacía caso era a mi mamita, porque ahí la mamita es infallable, ella está con uno allí. Por eso, al que insulta a la madre lo pueden apuñalear, pueden matarlo.

Una vez me di puñetes con el Guayaco y este man me entró a machete, casi me mata, pero yo salí corriendo a mi celda, agarré mi fierro y le dije que entre pero dijo que no. Él quería matarme a sangre fría porque yo no tenía arma en ese momento. Claro que me costó bastante hacerme respetar [...]

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