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Periodista ecuatoriano comprometido con causas sociales...

jueves, 27 de noviembre de 2008

HISTORIAS CALLEJERAS: Coqueteando con la muerte

Es bajito y con cara de buena gente. Le dicen Grandote. Tiene 23 años de edad y más de un muerto a su haber. Su vida está llena de violencia y droga y ha caído preso más veces que todos los cumpleaños celebrados. Aunque asegura haber pactado con el Diablo, dice creer firmemente en Dios.

No conoce a su padre, y de la infancia recuerda que se vio obligado a escapar de la casa porque su padrastro lo castigaba demasiado. Su pequeño cuerpo es un conjunto infinito de cicatrices. Muchas de ellas le recuerdan violentos enfrentamientos, el castigo de su padrastro, o son producto de su desfogue, porque según dice, a veces prefiere herirse él mismo para no hacer daño a la gente. Se especializó en atentar contra la vida ajena y, por supuesto, contra la propia.

"Me puse a analizar mi vida: para estar en la calle, a veces enfermo, sin tener dónde dormir, ni comer, ser rechazado por la gente y por mi familia, más claro, mejor era pisarme de este mundo".

Diablillos
Me tomé 30 diablillos y fui a parar en el hospital, yo no quise ir sino que me llevaron porque me ardía el estómago. Treinta es para que cualquier racional se muera, pero ahí está, esos del Club 700 me salvaron orando. Los doctores comentaban que, mejores dicho, no había ninguna esperanza para que yo viva, a punta de oraciones esos manes me han sacado de coma.

Yo que me despierto, me veo metido sueros y sondas por todos lados, Y como yo quería morirme, comencé a sacarme los sueros y les gritaba: déjenme morir. Y pas me salgo del hospital, pero a lo que estoy saliendo de la puerta me desmayo. Y otra vez me despierto metido los sueros.

Racumín
Después de un corto tiempo me mandé Racumín, el veneno de ratas; fueron cuatro fundas de esos como granos de arroz. Me hicieron un lavado gástrico y todas esas notas. Me tenían de loco en el hospital donde trabaja mi mamá. Después de ese intento de suicidio me llevaron al San Lázaro, decían que ya estoy mal, que si me dejaban salir de ahí me he de querer matar. Me tenían aislado y me pasaban la comida por debajo de la puerta. Yo mismo me rompía cabeza.

Yo conversaba en chévere con una señora que hacía la limpieza, ella me dice: oiga pero usted no creo está loco; de ahí le digo y cómo podré salir de aquí. La man me dice que me porte bien y que actúe normalmente, y verá que le cogen la confianza y le sacan. Ahí estuve como un mes y otra vez los psicólogos me sacaban al patio y conversaba, pero me tenían encerrado. Hasta que un día me dieron papaya y me les fui.

Ahorcado
Yo me sentía mal porque cuando me enfermaba nadie me decía ponte mentol o toma esta pastilla. Yo veía que a mis primos les pasaba algo y chuta mi tía estaba preocupada. En cambio por uno nada; así hubiera estado muriéndome nadie se preocupaba. Eso fue en la casa de mi abuela.

Me hacía falta el cariño de mi madre, yo me sentía mal, me daba envidia del amor que mi tía les daba a mis primos. Hasta que un día tomé la decisión de matarme. Yo quería morime, pero no sabía cómo. Dije: con ese alambre de luz.

Hice papelitos: que me perdonen si les he hecho algo, dejé una carta diciendo que me mataba por mi propia voluntad. Cogí un cable de luz gruesísimo, le amarré en el palo y me subí a una mesa. Para que me entre más sentimiento prendí el radio y puse en una emisora que estaba dando música romántica, era una de Leo Dan: “el amor estuvo aquí, el amor [...]” No era por una pelada, era más bien porque me hacía falta el amor de mi familia.

Encima, justo ponen esa canción que canta una pelada: “yo soy rebelde porque el mundo me ha hecho así, porque nadie [...]” Ahí sí me puse todo mal y tac me guindé. Pero primero me amarré las manos, logré hacerme un nudo que no podía safarme yo mismo; es que me dijeron que uno se desespera. Para que no pase eso me amarré las manos, me guindé de una y glac patié la mesa.

Comencé a ahogarme. Estaba babeando. Quería cogerme pero ya no había chance, estaba bien amarrado las manos. Vi nomás que se me cerró una lucecita así fuish, como cuando se apaga una televisión, no me acuerdo más. Debo haber estado ahí como un minuto y medio a dos. Ya estaba lastimado todito el cuello con el alambre.

Como mi primo es guardia ha llegado de noche y me ve ahí guindado, el man me ha cogido y fijs, ya no reaccionaba yo, pero todavía el corazón latía tac, tac. De ahí me han llevado al hospital. Otra vez, la misma nota: desperté con oxígeno, empecé a mandar a la mierda a todo el mundo: que déjenme morir, que no sean metidos, comencé a hablar malas palabras. Pero eso no fue tan grave, salí a los dos días. Si no fuera por el metido de mi primo ya estuviera lejos de aquí.

Vidrio molido
Lo que pasó fue que estaban pintando la cárcel, y como ahí no dejan meter frascos de vidrio, los maestros habían llevado el tinher en botellas de Coca cola. Yo me les llevé las botellas, las puse en una camiseta y tac, tac las molí todo bien. Agarré una cuchara y me mandé el vidrio molido. Al rato empecé a cagar y orinar sangre. Toda la boca se me lastimó. Pac me hicieron un lavado gástrico y me recuperé.

Después aguanté una pisa y me llevaron al hospital. Por la sondas me salían vidrios, blocs, blocs, salían. Eso es lo que no entiendo, porque a mí me dijeron que con un poquito bastaba para morirse pero yo estaba llenito de vidrio y nada. “Este man, me decían, estómago de qué tendrá”, Me mandaron una especie de pastillas que eran para que me dé diarrea y también bajen por ahí los vidrios. Así es que nada, tampoco me morí.

Un clavado desde el segundo piso
Un día fui a la casa de mi mamá y vi que ella estaba lavando ropa en la terraza. Le llamo y me dice espérate. Me tenía esperando un buen rato y como no salía me fui soplado, me entré por la panadería de alado y subí a la casa de mi mamá. Le digo: ¿qué, le doy vergüenza, por qué me tiene parado? Es que estaba lavando la ropa, me dice, metiéndome un paro loco.

Yo estaba cortado, iba lleno de sangre, sucio. Ve como estás, me dice ella. Usted me tiene así, le digo, parece que no le importo. Y comenzamos a discutir, por qué me dejó en la calle, por qué le prefirió a ese man (o sea, a mi padrastro), y no a mí. Huta mamá yo me voy a matar, para estar así prefiero la muerte, le digo. Mi mamá se puso a llorar y lo único que me dijo es: “ándate antes que venga tu papá”. Ahí es cuando más me entró notas. No cree que me lance de cabeza desde aquí, le digo. Acabé de decir eso y clin, como tirarse un clavado a la piscina.

Agh, caí donde mi papá guarda el carro; por donde van las ruedas son de cemento y en el medio hay hierbitas, bac caigo ahí. Pero me dormí del impacto, pac. Me habían llevado al hospital; estuve inmóvil, o sea, me dolía todo, no podía ni hablar ni comer. No podía hacer nada. Mi mamá estaba junto a la cama.

Pastillas para curar la muerte
Iba de farmacia en farmacia pidiendo que me regalen cualquier pastilla, les mentía que me dolían las muelas o la barriga, que estaba con temperatura, y me daban nomás. Tenía una buena cantidad. Molí las pastillas, abría las capsulitas y mezclaba todo el polvo que salía. Compré un Fresco solo, mezclé todo y glu, glu, glu. Hijo de... Me dio vómito, diarrea, estaba temblando, me daba hasta visiones. En el hospital me dijeron que tenía malos los intestinos, querían ponerme de plástico, ¡no hay tal!

Qué va, decía yo, que me abran así la panza. Es que con tantas huevadas que tengo adentro deben estar súper aboyados: los vidrios molidos, pedazos de gillette. Lo que pasa es que antes me tragué dos hojas de gillettes y se quedó un pedazo adentro. Me dijeron que tengo que hacerme ver esa nota porque ni siquiera sé por dónde saldría el resto.

Contra una camioneta
Fue en la Av. América, por el Canal 4. Me fui a pedirle plata a una tía que vive por ahí, era para comer algo; más claro, quería bola para mi droga. Justo le topo a mi mamá con mis tías y mis primos chiquitos. Le saludo a mi mamá: cómo está, la bendición.

En eso mis tías se adelantan y me dejan solo con mi vieja. Mi mamá saca diez mil sucres y dice: ándate a comprar algo de comer. Yo le digo: sabe qué mamá, yo no necesito plata, quiero que usted me ayude. Llorando, le digo véame cómo estoy, no le doy pena, mejor era que me mate de pequeñito. Mi mamá me dice: mil veces prefiero verte muerto que así. Se le va a cumplir su deseo, le digo y me hice el gil.

Empecé a hacer cerebro a los carros, y glum veo que bajaba una camioneta, y guac salgo de una, ese man no se dio zona de dónde asomé. Shoc frenó pero igual me impactó, clarito sentí el golpe; cuando el man me agarró yo todavía estaba consciente. El man frena pero se va contra un taxi; run se resbala el carro y pau me remuerde todito esto así: la espalda, la cabeza. Ahí ya me dormí.

Chucha, ese fue el intento de suicidio más grave y doloroso que he tenido. Estuve ocho meses en el hospital. Casi me quedo paralítico.

HISTORIAS CALLEJERAS: El cuartel te hace hombre

En el cuartel empezó lo grave. Yo pensé que ahí te hacían un poco racional, y fue lo contrario. Un grupo de panas nos fugábamos de ahí y nos íbamos a robar. Una vez nos llevamos la pistola del teniente y le dimos un pepo en la pierna a un man que no quiso darnos trago. Hicimos huevadas de conscriptos.

Como por el cuartel había bailes cada semana, nos escapamos para allá, ahí les cogimos a dos chumados que se les veía con bola y como no quisieron darnos trago, al uno le dimos ¡pum!, un disparo en la pierna; después nosotros mismos le rebuscamos, le quitamos el trago y nos salimos corriendo. Esa fue la primera.

La segunda fue con cuchillo. Nos fuimos a otro baile en un barrio más alejado del cuartel; ahí yo le metí un cuchillazo en las costillas a un man. Yo estaba en tragos y le piqué por las huevas. Como en el cuartel son unas bestias que te pegan a cada rato, yo quería desquitarme con alguien, y ese fue mi desquite.

En vez de mejorar yo empeoré en la coshquería, porque hasta entrar al cuartel no era tan bestia, ya saliendo de ahí me hice más alcohólico, chupaba cada semana o a veces entre semana, no ponía empeño ni siquiera en buscar trabajo, nada por el estilo. Y como hice costumbre ir a putear, sacaba billete para irme donde las zorras.

HISTORIAS CALLEJERAS: Respetado en todo lado

La noche que lo detuvieron, Óscar estaba chupando con unos amigos a dos cuadras de su casa. Salieron de un baile y como se quedaron picados compraron una botella más. La noche transcurría tranquila y fría. Tragos iban, tragos venían. Avasallos, risas, vaciles...

De pronto, una voz ronca y en tono autoritario pregunta:
- ¿quién es Óscar?

- Yo soy, ¿qué pasa?, dijo, mientras cerraba la gruesa chompa negra afelpada en el cuello. Como él nunca fue ahuevado, se levantó rápidamente y salió al encuentro del desconocido.

Media hora después, Óscar yacía boca abajo en el balde de una camioneta, esposado y bajo la amenaza de muerte si oponía resistencia. Nadie sabía lo que pasaba. Ese acontecimiento fue el inicio de 11 largos meses encerrado en prisión, acusado de ser el autor de los disparos que cegaron la vida a un comerciante del barrio. Tras las rejas, vio pasar la navidad y el año nuevo, aprendió a calar cuadros en alto relieve y celebró sus primeros 20 años de vida. Lo que más recuerda ahora es la torta de cumpleaños que le llevaron sus amigos.

Dejemos que Óscar cuente su historia:

De niño, mi vida era tranquila, fui al catecismo y me hice sacristán de la Iglesia, participé como teatrero en la Parroquia y conformaba el grupo juvenil. Yo tenía miedo subir a los ensayos porque en la esquina había un grupo de jóvenes que me pegaban y me robaban lo que tenía. Pero cuando entré a los 16 años me cansé de todo eso y pensé: yo también puedo hacerme respetar. Así que me metí con ellos. Después de eso nunca más volvieron a pegarme. Ahí me olvidé del grupo juvenil, del teatro y dejé de ser sacristán.

Mi nuevo grupo era bien unido. Ellos me enseñaron a tomar, a robar y a fumar. En las broncas peleábamos contra los que se nos pongan. Al principio a “quicos” y patadas pero después con cuchillo y revólver. Íbamos a todos lados, bailábamos, chupábamos y cuando se acababan los bailes, salíamos a caminar, o sea a asaltar, para conseguir dinero y seguir en lo nuestro.

Yo siempre frenteaba en los problemas, sacaba cara por mi grupo y nunca me dejaba ver las huevas de nadie. Me encendía a golpes con blancos, indios o negros; más altos o más viejos que yo, me daba igual.

Una noche llegaron a mi casa varios agentes de la Policía. Después de golpear a mi familia y romper las seguridades de la casa, destruyeron mis pertenencias, según ellos para que les entregue los 100 millones de sucres que le habíamos robado a un finadito. Nos llevaron presos a tres amigos del grupo.

La vida en la prisión es muy dura. Los agentes me torturaron, querían que me responsabilice de ese y de muchos asesinatos más. Sentía morirme, no aguantaba más los golpes, por eso de vez en cuando les decíamos a los agentes que nosotros fuimos. Pero cuando querían obligarnos a firmar la declaración nos hacíamos para atrás. Y vuelta empezaban a pegarnos, diciendo pandilleros hijos de puta, ¿dónde escondieron los millones?, a todos esos rateros de la esquina los vamos a agarrar.

Al fin nos dejaron tranquilos. Teníamos golpes en todo el cuerpo y la cara quemada por el gas, pero no consiguieron que nos declaráramos culpables. Luego me bajaron, solito, a la cárcel. Ahí la gente es muy violenta, a uno le toca pelear con cuchillo, hay que defender la vida como sea. Me rompían la cabeza, me decían que lave los platos y la ropa de otro. Y cuando llegaba la hora del rancho, si algún novato se ubicaba adelante de un experto, sacaba su hoja y toma, a parar en la enfermería.

Al principio yo estaba azarado, pero después tocó hacerme respetar en la cárcel para que mi familia pueda entrar en paz. Yo también me hice malo. Es mentira que la cárcel es un centro de rehabilitación, más bien es un sitio para dañarse más. Ya no me importaba nada; me metí en las drogas; me desquitaba con los demás de lo que me hicieron a mí; les cobraba impuestos; entraba a cualquier celda a pelear con cuchillo, solo para hacerme respetar.

La primera vez que yo peleé a cuchillo fue con un negro que le decían Alejo, él siempre me cogía a cargo. Hasta que un día yo me cansé y le di puñetes, después me siguió a cuchillo, pero no pudo apuñalearme porque salí corriendo para mi celda.

Después, agarré mi hoja y me paré en el ruedo: él con un machete y yo con un cuchillo y un banco. Empezamos a pelear y él me entró con el machete, yo le aparé con el banco y le hice un hueco en la pierna, al ver eso ya no quiso seguir peleando y me dijo: guambra hijueputa ya te voy a enseñar a mansalvear. Desde ahí me hice respetar.

Después me fajaba con cualquiera y con lo que ellos quisieran, ya me gustó. También me gustaba sacar sangre, pero a mí nunca me hacían nada, la agilidad de uno también ha sido buena. Es que por el miedo que a uno le hagan algo toca sacársela como sea. Y como ahí hay todo tipo de drogas, yo siempre estaba completote.

Cuando mis dos panas bajaron a la cárcel yo ya era respetado, así que a ellos no les azaró ninguno de los presos. A la única que yo hacía caso era a mi mamita, porque ahí la mamita es infallable, ella está con uno allí. Por eso, al que insulta a la madre lo pueden apuñalear, pueden matarlo.

Una vez me di puñetes con el Guayaco y este man me entró a machete, casi me mata, pero yo salí corriendo a mi celda, agarré mi fierro y le dije que entre pero dijo que no. Él quería matarme a sangre fría porque yo no tenía arma en ese momento. Claro que me costó bastante hacerme respetar [...]